La frontera de lo posible

Cada año, al acercarse el primero de agosto, nos preguntamos si tenemos algo para decir sobre el lechu. En algunos momentos, creímos necesario decir algunas cosas; hoy no podemos evitar volver a preguntarnos: ¿para qué decir algo? ¿a quién le estamos hablando? La segunda pregunta parece ser la más simple: hablamos a quien quiera escuchar y eso, hoy por hoy, se reduce a los compañeros y compañeras que llevan adelante las ideas en diferentes lugares, a veces en conjunto, muchas veces en soledad.

El ¿para qué? es un poco más complicado; evitamos caer en el lugar de tener que hablar por hablar, en repetir frases o consignas. Pero entendemos que la memoria se basa también en la repetición. Repetimos nombres, fechas, lugares, buscamos rituales que nos permitan mantener en la memoria colectiva a personas o situaciones que, por un motivo u otro, entendemos que tienen que seguir presentes en nuestro imaginario o en nuestras luchas. Esa presencia no tiene que ver solo con un sentimiento. Hay compañeros y compañeras que no disfrutan de los mismos rituales, aunque su ausencia no pasa desapercibida. La muerte en acción, la muerte a manos del brazo armado del Estado, nos requiere intentar desarrollar una memoria activa que no busque conformarse con las palabras aprendidas.

La memoria activa supone entender el momento pasado, sus implicancias en el presente y cómo ayudan, o no, a moldear un futuro. Este trabajo no es sencillo; el pasado toma vida propia y muta en base a la forma en la que pensamos el presente. Es así que la primera reflexión que podríamos hacer es que no se estuvo a la altura. Que venimos de años de derrotas, que perdemos espacios, perdemos compas, perdemos redes. Podríamos sentir la frustración de que lo deseable muchas veces se siente imposible de realizar. Que fallamos como movimiento en dar una respuesta a la desaparición y a la muerte de un compañero.

El problema de esta reflexión es que busca analizar la realidad social desde el ideal individual. Lo que queremos que pase no siempre es lo que puede llegar a pasar. La vara con la que podemos medir nuestras capacidades no puede ser otra que la realidad del momento en el que se vive. Existió una efervescencia en 2017 que se arrastró en los años posteriores. Grupos e individualidades en diferentes ciudades se juntaron, salieron e hicieron. Crearon situaciones que pudiesen acercar el mundo del ideal con el de lo posible. De ese momento surgieron nuevas experiencias, proyectos que siguen hasta hoy en día. Cada uno de esos grupos tiene que hacer su propio analisis sobre si estuvo o no a la altura de sus posibilidades, si hay algo que se podría haber hecho mejor o no, entendiendo las limitaciones propias, las del contexto, el estado mental y un largo etcétera que no se puede dejar de lado a la hora de pensar el pasado. De otra forma, se convertiría en una autocrítica destructiva que poco puede servir para entender el presente.

Pasaron ocho años. El recuerdo sigue intacto. Nuestra capacidad de respuesta a una situación similar no parece haber mejorado. Probablemente no por falta de voluntad, pero entendemos que romper el mundo para volver a construirlo no es algo que se pueda hacer como un simple acto de determinación. El corazón, la voluntad y las ganas de cambiarlo todo son componentes indispensables, pero no suficientes. Es necesario reconstruir, necesitamos más espacios, más compas llevando adelante proyectos, estar en más lugares, ser más visibles. Terminar con la fragmentación. Nuestra idea, la idea de que un mundo mejor es posible, no puede quedarse entre pocas personas.

El hecho de nuestra constante inconformidad con la capacidad colectiva debería llevarnos a reflexionar, pero sobre todo a proponer, a formar proyectos, a dejar las rencillas y pensar en cómo formar un movimiento. Porque aunque pase el tiempo, siempre tenemos que volver a preguntarnos: ¿qué hacemos si matan a un compañero? Y la respuesta es solo una: hacemos lo que podemos.

Para expandir la frontera de lo posible, quizás sea necesario mirar detenidamente nuestras prácticas, nuestros discursos y, sobre todo, nuestras relaciones. Abandonar la catarsis del discurso, las promesas vacías, la idea de que tenemos todo claro pero nadie nos entiende. Poner las ideas en “tensión”, quizás, signifique evitar los círculos donde todos estamos de acuerdo. Puede que sea necesario abrazar la incomodidad de estar en lugares donde no pertenecemos, elegir la constancia, la persistencia, los objetivos de mediano y largo plazo. Eso es, también, hacer lo que se puede. Es intentar poder un poco más.

El futuro inmediato no parece alentador; los reacomodamientos del capital traen consigo la necesidad de expresiones estatales cada vez más autoritarias. El pasado nos muestra que las formas de represión y el discurso aleccionador que la envuelve siempre terminan con muertos. La ministra de Seguridad y la Secretaría de Inteligencia del Estado vuelven a nombrar al anarquismo como un posible problema a resolver, o como un chivo expiatorio que pueda desviar la atención cuando las cosas se compliquen. Da lo mismo, lo que prometen es persecución y cárcel. 

¿Cómo combatir? Junto a quienes quieran escuchar, buscando torcer esta era de la apatía en la que nos aprisiona el capital. Si somos enemigos del Estado, es esperable que este actúe en nuestra contra. Eso no debería paralizarnos. Pero sí hacernos reflexionar, cuestionarnos para estar mejor preparados. Aprender de nuestras experiencias pasadas. 

La memoria es la conciencia colectiva. Es un acto de creatividad, es la habilidad de formar conexiones entre diferentes momentos del pasado para construir algo nuevo de ellos y, de esta forma, empujarnos hacia el futuro. Hacia la anarquía.