El acceso a la tierra en Argentina está marcado al calor de los vaivenes económicos y políticos que a lo largo de los años han ido configurando de manera particular la sociedad como tal. Sin caer en una visión fatalista de la realidad, no podemos dejar de ver que la omnipresencia capitalista es tal, que ella configura, directa o indirectamente, cualquier manifestación social. Negar esto es una necedad, pero quedarse impávidos sería como mínimo un error conceptual. La búsqueda constante de la tensión con lo establecido es un ejercicio lento, sinuoso, pero necesario, y es por ello que el punto de partida es, necesariamente, el indagar en las causas que originan lo que molesta y duele. Pensando en posibles hilos conductores viene a la memoria una vieja (y trillada) frase supuestamente “inventada” por Perón, el milico catalogado como el “primer trabajador” (vaya ironía u oxímoron ya que “trabajar” y “milico” no guardan una relación necesaria). La frase, palabras más, palabras menos, sostiene que “la realidad es la única verdad”; así de tajantes y lapidarios resultaron ser los/as seguidores/as del milico, igual que todos/as aquellos/as, que como loros la repiten desde entonces. Quienes la repiten no hacen más que legitimar una visión determinista de la vida en sociedad, negando la existencia de otras realidades y verdades en constante puja con lo establecido. Éste no es más que el discurso político/religioso del Estado como tal, que a fuerza de golpes y civismo machaca e impone una “verdad”, como “la verdad”.

Y ese determinismo y fatalismo de la frase como metáfora, se traduce en política cuando vemos quienes históricamente tienen acceso a la tierra, y quienes no. Ya que la tierra, desde la lógica capitalista, adquiere sentido si es acumulable no ya como “bien de uso” sino como algo que diferencia socialmente, otorgando status y poder social. En la acumulación capitalista de la tierra se puede ver otra de las aristas de la diferenciación clasista de la sociedad. En esa línea intentaremos ahondar en la idea de los “barrios cerrados” como segregación social. Pero antes de ello no está de más centrar el eje a partir de datos duros que permitan darle fuerza a las intenciones del escrito.

En América Latina la desigualdad social ha ido, desde 2015, creciendo exponencialmente como nunca antes desde 1980 y su ola neoliberal. Se estima que 7 millones de personas son los denominados “nuevos pobres”, y que 5 millones más son indigentes. Esta situación está íntimamente relacionada con la realidad obscena de que 32 personas acumulan la misma riqueza que los 300 millones de personas más pobres. Y esa acumulación tiene estrecha vinculación con la tierra ya que representa el 64% de la riqueza total. En esta línea no está de más resaltar que en América Latina sólo el 1% de los campos acapara más de la mitad de la superficie productiva. O sea que este 1% concentra más tierra que el 99% restante.

En Argentina, el 0,94% de los dueños de las grandes extensiones productivas maneja el 34% del total del territorio. El 99,06% restante controla apenas el 66%. El 27% de los/as argentinos reside en casas precarias o en condiciones de hacinamiento con escaso higiene sanitario. Y según los datos del INDEC, el 32% de los/as argentinos es pobre, y de ese 32%, el 6% es indigente. Para ser pobre hay que ganar menos de $28,000. Como queda de manifiesto, los números hablan por sí solos y ponen en el tapete de la discusión que la tierra es otra de las formas en que la acumulación capitalista muestra su razón de ser. Por eso la frase “quien ejerce el control de la tierra decide sobre el uso y determina el destino de los beneficios de su utilización” está más vigente que nunca.

Barrios cerrados: burbujas sociales.

El boom de los countries y barrios cerrados no es nuevo en Argentina. El primero de ellos se remonta a 1945, en Pilar. En la década de 1960 acompañaron a esta modalidad otra muy emparentada por el público receptor; los clubes náuticos. Sin embargo, el auge recién se establecería en los 90 con Menem, la “pizza con champagne” y la farándula autóctona.

En la actualidad, la provincia de Buenos Aires cuenta con 600 barrios cerrados, a los que hay que sumarles otros 300 que esperan serlo con el beneplácito de la legalidad. En esos casi mil barrios cerrados viven 100 mil familias, según datos oficiales. La paradoja de este boom inmobiliario se da en la situación de que ningún urbanista serio defiende esta particular estratificación social, ya que, como una olla a presión exaspera las diferencias sociales entre el “adentro” y el “afuera” de esos barrios. En palabras de Guillermo Tella, urbanista de la Universidad de General Sarmiento: “el avance de las urbanizaciones cerradas pareciera no tener límites. La eliminación de espacios naturales, la pavimentación indiscriminada, la polderización de antiguos humedales y la oclusión de la desembocadura de ríos interiores constituyen efectos que este tipo de emprendimientos requiere para conquistar el territorio”.

Retomando “lo social” de estos emprendimientos, es verificable que el proyecto de “barrio cerrado” persigue precisamente eso: cerrarse, abroquelarse, contra aquello que considera una amenaza. Las clases pudientes, y aquellas que pretenden serlo, ven en los barrios cerrados la posibilidad concreta de crear barreras de contención contra “el afuera” que asusta y que pone en contradicción y tensión sus maneras del “buen vivir”. De esta forma, lo que se genera es una “cultura del aislamiento” en la búsqueda de defender los beneficios de la sociedad clasista. Una cultura que exacerba un “adentro” y un “afuera” delimitado por estereotipos, prejuicios y el poder de lo material.

Nordelta es el exponente por excelencia de esta modalidad urbanística. Esta “ciudad dentro de otra ciudad” cuenta con una barrera de entrada y un ejército de seguridad: 350 vigilantes privados, 300 cámaras de seguridad. Servicio de emergencia propio, hospital, 5 colegios exclusivos con 5 mil alumnos y 17 barrios con sus correspondientes “barreras y vigilancia” al mejor estilo feudal ya que éstos están gobernados, cada uno, por una sociedad anónima sin fines de lucro. La extensión total del barrio es de 1,700 hectáreas, de los cuáles 180 corresponden al “lago artificial” con más de 500 amarres para sus exclusivas embarcaciones de paseo náutico. Para Raúl Wagner, urbanista, “bajo la excusa de una mayor seguridad para unas élites, se acentúa el individualismo y el temor al otro/a. Hay algo muy extraño en esa arquitectura de casas que parecen tortas de chocolate, hechas con una arquitectura de Disney World. Lo urbano es socialización y esto es todo lo contrario. Cuando caminas por una ciudad abierta te mezclas con gente distinta”.

Realidades contrapuestas

La idea de “barrio cerrado” lo que hace es materializar un modelo de sociedad para nada inocente. Muy por el contrario, es un reflejo de lo que el capitalismo como relación social busca como máxima de vida. Un “nosotros/as” y un “ellos/as” definido por el poder de lo material que, como se detalló en líneas precedentes, exacerba el recelo, el miedo y porque no, el odio entre quienes ven al otro como un estorbo y simple mano de obra barata, por un lado; y a un ricachón sensibilizado únicamente por la ostentación cotidiana, por el otro.

En esta línea, no está de más resaltar que, como corolario de esta realidad, hace algunas semanas el Movimiento Popular La Dignidad (MPLD) integrante de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) hicieron piquetes en tres exclusivos countries de Buenos Aires (Nordelta, Abril y San Diego) exigiendo que sus habitantes otorgaran bolsones de comida. Esta metodología habitual de cierto sector de “luchadores populares” tuvo cierto “éxito” porque lograron parcialmente su cometido, no sólo visibilizando la problemática social, sino llevándose raciones de comida para sus comedores. Esta metodología no es repudiable per se, pues quitarle algo a quien te oprime tiene gustito a “victoria”. Sin embargo, no deja de ser un mero paliativo que por un lado calma “conciencias burguesas” porque pese al apriete entregaron algunas dádivas. Y por otro lado, da la sensación para quien lleva adelante el piquete, de que su acción es efectiva.

Pero en realidad lo que queda de manifiesto es que no se generan lazos de solidaridad entre quienes tienen y entre quienes no tienen, sino que sólo se fomenta la caridad, con todo su peso y carga simbólica e ideológica de carácter cuasi-religioso. ¿Y por qué esta necesidad de diferenciarlas? Básicamente porque los anarquistas entendemos a la solidaridad como la práctica que se da entre iguales, sin jerarquías ni líderes que impongan o sugieran cómo aplicarla en el cotidiano. Igualdad sólo posible en relaciones horizontales, sin mediaciones artificiales de por medio. Por el contrario, la democracia practica la caridad y el asistencialismo, ambas antagónicas a la solidaridad, ya que el Estado es quien arbitra las relaciones sociales y es quien decide el “qué” y el “cómo”. Por último, y a modo de cierre, una frase que resume un poco el parecer de esta últimas líneas: “las masas oprimidas que nunca se han resignado completamente a la opresión y a la pobreza, y aquellos que (…) muestran sed de justicia, libertad y bienestar, están comenzando a comprender que no serán capaces de conseguir su emancipación excepto por la unión y solidaridad de todos los oprimidos, todos los explotados en cualquier sitio del mundo”.