Con “bombos y platillos”, y una pretendida sensibilidad social, desde las esferas políticas del gobierno anunciaron, meses atrás, la conformación de una gran “mesa contra el hambre”. Desde su variopinta disposición que va desde Marcelo Tinelli, pasando por Narda Lepes, María Cher y Daniel Arroyo se apela al compromiso desinteresado a favor de los/as que menos tienen. Sin embargo, hasta el momento esta versión moderna del paternalismo al que nos tiene acostumbrado el Estado, no es más que diatriba discursiva sin confirmación como política social.

Obviamente que en la presentación oficial, realizada en la Conferencia Episcopal Argentina (¡todo un mensaje!) no faltaron la emoción y las lágrimas. ¿O se piensan que ellos/as, los/as ricos/as y explotadores de siempre no tienen sentimientos? ¡Faltaba más! Ahora bien, y dejando el sarcasmo de lado, la realidad es que no hay confirmación de qué consiste la propuesta, sólo se adelantó que el programa “Argentina sin hambre” consistiría, entre otros puntos, en una “tarjeta inteligente” (¿?) para todas las madres en situación de pobreza con niños/as menores a los 6 años. Tarjeta que sólo serviría para cuestiones predeterminadas por el programa, ya que no se podrá comprar lo que se desee sino que será a partir de lo previamente establecido; tampoco permitirá retirar efectivo de los cajeros. Una canasta básica de alimentos a “precios razonables”, y programas de infraestructura para garantizar agua potable y soluciones habitacionales para los/as más necesitados/as. Como un asterisco recordar que en Argentina se es oficialmente pobre cuando no se logra superar un ingreso familiar de $39,000. Se estima que hoy la pobreza ronda el 40%, afectando alrededor de 16 millones de personas. Sin embargo, lo más cínico de la propuesta es la demagogia discursiva de los políticos, ya que se apela a conceptualizaciones y soluciones irreales dentro de la lógica del capitalismo como relación social: “el hambre en Argentina es una inmoralidad que no podemos aceptar”, “derecho a la alimentación”, “comer no puede ser un privilegio”, etc. En su momento Macri hablaba de “pobreza cero”, en la actualidad el peronismo aggiornado en el gobierno apela a la misma sintonía en la necesidad de caer digerible en la ciudadanía que aún se debate pendularmente en la lógica de “la grieta”.

Políticos/as y empresarios/as “exitosos/as” cada tanto generan ligazones esporádicas para sortear de la mejor manera las tormentas económicas y de esa forma salvaguardar sus intereses de clase. El programa “Argentina sin hambre” va en esa sintonía ya que la jugada es poner en jaque a todos los actores que de una u otra manera podrían tensionar (al menos hasta la prebenda que los silencie) al Gobierno y sus políticas. Iglesia, sindicalismo y movimientos sociales díscolos son llamados sino a la cooperación, al menos a no embarrar la cancha.

Otro aspecto a tener en cuenta, a parte del político, es el moral. Y aquí es necesario diferenciar conceptos que se intentan pasar como “parecidos”. Lo pomposo de la propuesta es que apela, para propios y extraños, a la idea de la solidaridad. De que todos debemos serlo, para de esa forma, aliviar el presente de aquellos que menos tienen. Lo hipócrita del tema es que intenta forzar una cualidad (la solidaridad) que está en las antípodas del Estado como ente social y de quienes lo conforman, ya que la política por esencia es paternalista, y nada que venga de “arriba hacia abajo” puede darse entre iguales. En vez de hablar de solidaridad, la moral capitalista hace foco en la caridad. Concepto íntimamente ligado a la cuestión religiosa pero que perfectamente interactúa políticamente con el capitalismo como tal (Dios y el Estado diría Bakunin).

La idea de caridad está asociada al pretendido amor a Dios, y es aquella “virtud teologal” por la cual se ama a dios sobre todas las cosas por él mismo y al prójimo como a nosotros/as mismos/as por amor a dios. En su versión terrenal, la caridad burguesa guarda relación directa con el Estado, su funcionalidad y sus prebendas: “doy, para que te acuerdes que te doy. Y de esa forma generar una reciprocidad inconclusa a completar a futuro”. Es el egoísmo burgués en su máxima expresión; una filantropía culposa como expiatoria que todo lo arregla.

Por su parte, la moral anarquista; nuestra moral, pone en foco la solidaridad y el apoyo mutuo como fundamentos éticos basales. Ya que ambos generan una reciprocidad manifiesta entre el individuo, su individualidad y la sociedad. Y es a partir de la solidaridad que los/as anarquistas entendemos la forma de llegar a la libertad: libertad en igualdad; igualdad en libertad.

En palabras de Errico Malatesta: “la solidaridad es el único entorno en que el hombre y la mujer pueden expresar su personalidad y alcanzar su desarrollo óptimo y disfrutar del mayor bienestar posible. Esta llegada juntos de los individuos para el bienestar de todos, y de todos para el bienestar de cada uno, resulta en la libertad de cada uno de no ser limitado, sino complementado por - es más encontrando la razón de ser necesaria en - la libertad de los demás”. De esta manera queda claro que para Malatesta la solidaridad y el apoyo mutuo parten de la premisa inicial de entender a todos/as como iguales, negándose a tratar a las otras personas, más allá del propio ser, como medios para un fin. La sola posibilidad de situarse por encima rompe toda posibilidad de real libertad.

En otras palabras, la solidaridad y cooperación consideran a todos como iguales, rehusando tratar a los otros como medios para un fin y creando relaciones que apoyan la libertad para todos en lugar de unos pocos dominando a la mayoría.

Para terminar (y no ser redundantes) un extracto del escrito “La base moral del anarquismo”, de Errico Malatesta. Publicado en el suplemento La Protesta de Buenos Aires, no. 42, 6 de noviembre de 1922: “ya que es un hecho que el hombre es un animal social que no puede existir como hombre sino estando en continuas relaciones materiales y morales con los otros hombres, es necesario que éstas relaciones sean o de afección, de solidaridad, de amor, o de hostilidad y de lucha. Si cada uno piensa sólo en su propio bien, o en el del pequeño grupo consanguíneo o coterráneo, se encuentra necesariamente en conflicto con los otros y sale vencedor o vencido: opresor si vence, oprimido si es vencido. Las armonías naturales, la natural confluencia del bien de cada uno con el bien de todos son invenciones de la pereza humana, la que más bien que luchar por realizar sus propios deseos imagina que ellos se realizarán espontáneamente, por ley natural. En el hecho, en cambio, el hombre en la naturaleza se encuentra continuamente en oposición de intereses con los otros hombres por la ocupación del sitio más bello o más sano, por la cultivación de los terrenos más fértiles y, a menudo, por las explotación de todas las diferentes oportunidades que la vida social va creando para los unos y para los otros, y por ello la historia humana está llena de violencias, de guerras, de desastres, de explotación feroz del trabajo ajeno, de tiranías y de esclavitudes infinitas. Si no hubiera habido en el ánimo humano más que este acre instinto de querer prevalecer sobre los otros y aprovecharse de los otros, la humanidad habría permanecido en una condición de bestialidad y no habría sido posible ni siquiera el desarrollo de los ordenamientos históricos y contemporáneos, los cuales, aun en los peores casos, representan siempre una cierta contemporización del espíritu de tiranía con un mínimo de solidaridad social indispensable a una vida algo civil y progresiva. Pero afortunadamente hay en el hombre otro sentimiento que lo acerca a su prójimo: el sentimiento de simpatía, de tolerancia, de amor, y gracias a este sentimiento, que en grado diverso existe en todos los seres humanos, la humanidad se ha ido civilizando y ha nacido nuestra idea que quiere hacer de la sociedad una verdadera unión de hermanos y amigos que trabajen todos para el bien de todos.

De dónde ha nacido este sentimiento, que es expresado por los llamados preceptos morales y que a medida que se desarrolla niega la moralidad vigente y la sustituye con una moral superior, es investigación que puede interesar a los filósofos y a los sociólogos, pero no cambia nada al hecho, que existe por sí, independientemente de las explicaciones que puede dársele.

¿Por qué somos anarquistas?

Aparte de nuestras ideas sobre el Estado político y sobre el Gobierno, es decir, sobre la organización coercitiva de la sociedad, que forman nuestra característica específica, y de aquellas sobre el mejor modo de asegurar a todos el uso de los medios de producción y la participación en las ventajas de la vida social, nosotros somos anarquistas por un sentimiento, que es el resorte motriz de todos los sinceros reformadores sociales, y sin el cual nuestro anarquismo sería una mentira o una cosa sin sentido. Este sentimiento es el amor de los hombres, es el hecho de sufrir con los sufrimientos ajenos. No tolerar la opresión, el deseo de ser libre y de poder expandir la propia personalidad en toda su potencia no basta para hacer un anarquista. Esa aspiración a la libertad ilimitada, si no es acompañada por el amor a los hombres y el deseo de que todos los otros tengan igual libertad, puede hacer rebeldes, pero no es bastante para hacer anarquistas: hará rebeldes que, si tienen poder suficiente, se transforman de seguida en explotadores y tiranos.