La coyuntura actual está atravesada por las elecciones en todos los ámbitos posibles. Por momentos, parece que el tiempo se detiene en un instante que se repite hasta el hartazgo. Campaña por todos lados. Afiches, la tele, diarios, encuestas (algo así como mirar el horóscopo), internet y hasta en los grupos de whatsapp se dan charlas y se comparten memes y puteadas en torno a lo mismo. Se arman bandos; se arma bardo. Discutimos también, desde la obvia omnisapiencia de la persona de a pie, que va a pasar el lunes después (de las PASO, primera vuelta, ballotage o la que sea), que harán los mercados, si el voto fue odio o vergüenza, si crecimos como sociedad y somos más demócratas porque fuimos como manso ganado a elegir… elegir le dicen, pero los análisis no traspasan lo asumido, lo impuesto ¿de qué hablamos?

Estado y gobierno no son la misma cosa, y aunque parezca algo trivial, básico, entenderlo nos permite aseverar que gane quien gane estas elecciones, de fondo no cambiará nada. Se reducen a elegir quien será el próximo que llevará las riendas del Estado hacia donde le convenga al ganador, sus amigos, negocios y favores perpetuando un ciclo en el que el/la laburante poco saca y todo lo deja; no se elige como se quiere vivir libremente, perdemos todos/as. Seguro aparecerá  quien diga  “preferís una dictadura a poder elegir” o también el que rece que dictadura y democracia son lo mismo, incluso que Macri y los Kirchner no son lo mismo. No son lo mismo, eso lo tenemos claro, y que una dictadura es mucho peor para cualquier sociedad también. Pero también tenemos más que claro que el gobierno de turno es circunstancial y el Estado lo sobrevive por mas malo que este sea, sin importar si es de izquierda, derecha (siempre muy cerca del centro volcado a la derecha, al menos en esta época) o totalitario si la *patria lo demanda.*De ahí que cuando hablamos de revolución social, hablamos de reducir el Estado a cenizas sin importar el signo del gobierno, que sea cual sea, tratará de salvarlo ya que es el garante de su existencia, su razón de ser.

Para existir, un Estado moderno necesita reunir determinadas condiciones: un territorio definido, una constitución que establezca las normas básicas, tener el monopolio de la violencia y ser reconocido por los demás países. No tener algunas de estas premisas puede hacer que una nación, es decir, un pueblo que comparte cultura, idioma y costumbres (podríamos pensar en los gitanos, los kurdos o Palestinos) jamás se convierta en un Estado moderno. Es decir, el Estado encarna el principio de atropello sobre los pueblos y las personas, negando algo tan esencial como la libre asociación. El gobierno es quien lleva las riendas de toda la estructura estatal, administrando esa violencia a gusto y necesidad (nunca abandonándola), interpretando y reinterpretando las normas a conveniencia e incluso haciendo otras que se adecúen más a sus necesidades y casi nunca a las de la mayoría de la población que controla (rápidamente podemos recordar la ley de reforma previsional, conocida por la fórmula Pichetto para calcularla, que hizo caer el salario real de los jubilados en más de 20 puntos) y alguna vez, de ser necesario, disputar algún límite territorial con algún Estado vecino que pugna por lo mismo, y todo esto durante un breve período de tiempo, en términos de una región y su historia, para luego en lo que se cree algo sano, cambiar a otra fuerza política que haya ganado las elecciones, dándole continuidad al circo de maquillar todo y nunca cambiar nada de fondo. Sin importar su signo, ninguno cambia ni cambiará la esencia del Estado: controlar a la población y sus movimientos dentro de su territorio por un lado, y perpetuarse por el otro.

En esta región, somos testigos de cómo hasta quien se dice más progresista ha utilizado los diferentes brazos del Estado para llevar adelante sus planes, aunque incluso ese accionar lo haya eyectado del sillón de Rivadavia. Excusas siempre sobran para justificar lo injustificable: podemos ir desde las leyes de obediencia debida y punto final (Alfonsín) hasta los indultos a los milicos (Menem), o del estado de sitio (de la Rúa) a infiltrar organizaciones sociales desde la Gendarmería (Cristina Fernández), de reprimir, cazar y asesinar disidentes (Perón) a duplicar los llamados planes sociales para que no estalle todo (Macri). La lista sería interminable…

También podríamos pensar en el Estado como la máquina de administrar las necesidades (aunque no sean necesarias) de los habitantes del territorio que controla, pero siempre en favor de determinados intereses, evidenciando que hay habitantes más importantes que otros. El Estado siempre estará a disposición de las clases altas, de su Capital e idiosincrasia, y pone a pleno su funcionamiento cuando esta casta lo exige, aunque de alguna forma siempre se convence a la población de que su presencia favorece a los más débiles, obviamente en nombre del bien común y el progreso. Por caso podemos mencionar los barrios-ciudad de Córdoba. En el año 2003, el gobierno de la provincia decide ‘urbanizar’ las villas de la ciudad capital. ¿Cómo lo hace? Mediante un plan de viviendas, con la promesa del título de propiedad y una vida digna, muda a las villas a barrios ubicados por fuera de la circunvalación (avenida que rodea toda la ciudad, algo así como la General Paz de Buenos Aires), llevando a algunos hasta unos 20 kilómetros de su lugar de nacimiento. Pero esto no termina aquí. Paso seguido, se lotean los terrenos desalojados por sus habitantes (salvo el caso de un barrio que resistió no ser desarraigado en forma organizada) y comienzan la construcción de torres y centros comerciales apuntados al turismo y a las clases pudientes. ¿Qué pasó con los habitantes de los barrios? En muchos de los casos, el Estado falló en la entrega de los títulos de propiedad, incumpliendo con la dignidad capitalista prometida, como punto de partida. Pero eso es sólo el principio. Muchos barrios tienen problemas con los servicios, porque al no haber título de propiedad, las empresas no los prestan; problemas con el tratamiento de aguas servidas que ya llevan años; y lo más importante, el constante control policial que no permite a las personas de los barrios salir y dirigirse a la ciudad (esto es literal), obviamente explicado a través de detenciones y palizas varias. Y ahí queda evidenciado la verdadera cuestión: había que sacarse de encima a lachusmapara que lagente de bien pueda disfrutar de una próspera ciudad moderna y gastar a gusto su plata. Para ello son necesarios varios agentes. En primer lugar, el capitalista que quiera emprender; en segundo, el político que pueda esbozar el discurso para lograr que lo horrible nos resulte bonito e indispensable; y por último, el Estado como garante del avasallamiento promoviendo los medios y mecanismos para llevarlo a cabo, desde la institucionalidad de las leyes hasta la ejecución y el cumplimiento de éstas por la fuerza.

En los tiempos que corren, escuchamos una innumerable cantidad de veces decir que lo personal es político sin detenerse a pensar que implica esto; porque si lo personal es político, es el Estado quien tiene que regularlo y la política quien tiene que discutirlo. Se le da una participación al Estado donde no estaba y este actúa e incita a la denuncia de todo lo que parezca sospechoso, incorrecto, dudoso a gusto del que esté dispuesto a denunciar. Y se termina por caer en un control social persona a persona, que donde no llega la gorra llega un vecino con una aplicación para hacer justicia. No son sólo actos como estacionar mal (en la ciudad de Buenos Aires, si se estaciona en un lugar incorrecto, cualquier vecino saca una foto con el celu y realiza la denuncia), sino en el plano de las ideas, que de ser contrarias al pensamiento de uno se apela a la denuncia en la justicia, en las redes o en los medios. Y ahí es donde se está librando una batalla sin cuartel que no sabe de límites o códigos.

El problema del discurso político es cómo cala en los oyentes y qué están dispuestos a hacer con eso que consideran ahora sus ideas, sobre todo con quien no las comparte. Dentro de la estructura política podemos encontrarnos con los/as líderes, la primera línea del partido, las caras más visibles de tal o cual idea, que terminan siendo los/as que compiten por cargos políticos, pero también hay segundas y terceras líneas, que siguen siendo orgánicos al espacio (es decir, obedecen órdenes) que muchas veces son utilizados por los primeros para decir lo que no pueden decir, por políticamente incorrecto, pero quieren de alguna manera que se sepa. Hemos visto a D’Elía salir al cruce de cualquier cosa en nombre del proyecto o al diputado Iglesias desparramando miserias en nombre de la República. Ahora bien, estos siguen siendo orgánicos, si se los manda a callar, obedecen. El problema empezó a ser que simpatizantes de uno y otro lado, sin pertenecer al espacio que dicen defender, salen a hablar de temas que sus ‘lideres’ prefieren evitar, pero como son inorgánicos, no sólo no obedecen, sino que van más allá de la corrección política exacerbando aún más las diferencias, elevando la bronca. Personajes como Daddy Brieva o Alfredo Casero, salen continuamente a hablar en los medios y se los considera ‘en nombre de’, aunque no pertenezcan, y estos venden sus dichos como si esas frases salieran del mismísimo seno de este o aquel espacio político. Son comediantes, actores, músicos, gente del medio (de laburar ni hablar) que son tomados por la tele, la radio, los diarios y las redes sociales (claro que todos juegan su parte en esto) como referentes en un juego perverso; poco nos importan los comentarios de este o de aquel, pero el problema es que como, con tal de ganar, todos están jugando a ser moderados y tratan de pararse en el centro, los discursos se lavan y los que se consideran convencidos de tal o cual idea, tiran cada vez más hacia su bando y por inorgánicos, se tornan más incontrolables. Punto álgido de esto fue el hecho de pedir una CONADEP para los periodistas opositores; o sea, todo bien y demócrata si pensás como yo, sino esperá a que pongamos las manos otra vez en el Estado y vas a ver. Ah claro, lo personal es político…