La reducción de las interacciones humanas a comportamientos digitales a través de las pantallas nos ha llevado a tal punto de disgregación social que cada vez parece más difícil el encuentro, el pensar y generar instancias colectivas que nos permitan, al menos, mejorar nuestras condiciones de vida. Resulta cada vez más difícil encontrar puntos en común y construir, a partir de ellos, herramientas de lucha. El mundo atraviesa momentos de gran convulsión. Las crisis económicas, los vaivenes políticos, las guerras. Poblaciones enteras masacradas. Un sistema capitalista que tambalea, se reajusta e intenta sobrevivir a un colapso que es solo fruto de sus propias ambiciones.

No podemos no preguntarnos: ¿qué vamos a hacer cuando esto suceda? ¿Cómo vamos a sobrevivir o, en el mejor de los casos, vivir? 

Existen vastos ejemplos, tanto históricos como actuales, de experiencias sobre las que podemos apoyarnos para construir nuevas formas de existir. La acción colectiva requiere práctica. Pensar y buscar formas de organización alternativas a lo que este mundo propone, es cada vez mas necesario.

El primero de mayo no es simplemente una fecha. Es el recordatorio de un larguísimo camino recorrido por trabajadores y trabajadoras que, contra el Estado, el capital, el patrón y los aparatos represivos, buscaron su emancipación. Una lucha por sacudirse de encima intermediarios y dirigentes, por tomar las riendas de la propia vida y construir, con los demás, una existencia libre y armoniosa, sin opresores ni oprimidos.

Son estas prácticas concretas las que han calado en nuestra humanidad. La solidaridad y el apoyo mutuo. No son experiencias grandilocuentes ni ficciones idealizadas; surgen cotidianamente desde la necesidad, y se expanden como raíces invisibles. Ejemplos cercanos no faltan: ante los incendios en Córdoba o el sur de la Argentina, la autoorganización de brigadas contra el fuego y las redes solidarias para alojar quienes lo necesitaban nacieron de la necesidad inmediata, sin esperar la mediación del Estado. Estos ejemplos se repiten una y otra vez, en diferentes lugares del mundo, con diferentes culturas. La humanidad aflora. Sin embargo, el poder busca disgregar esas formas, imponiendo a las fuerzas de seguridad como únicos actores legítimos y reforzando su función represiva contra quienes se organizan de forma horizontal.

Las cooperativas, las ferias de trueque barrial, las asambleas vecinales son otros ejemplos de prácticas de autodeterminación surgidas de la necesidad y sostenidas por las capacidades individuales cuando actúan en conjunto. El recuerdo de diciembre del 2001 nos muestra tanto el potencial de estas formas como sus límites: la creatividad de la autoorganización convivió con el hecho de que, tras la consigna de “que se vayan todos”, nadie realmente se fue. Quedaron los mismos, haciendo lo mismo que hicieron antes. El poder, mejor organizado, terminó absorbiendo nuevamente la voluntad popular, y una vez más delegamos nuestra autonomía en dirigentes y estructuras estatales.

Perdimos, entre la complejidad y dificultad de vivir, el centro de la cuestión que es la construcción de espacios de decisión y acción directa, sin intermediarios.

Cada espacio que abandonamos, por pequeño que sea, es ocupado por quienes detentan el poder, reforzando su control. Un ejemplo claro es la huelga, que ya no es vista como una herramienta de los trabajadores frente a sus explotadores, sino como un instrumento de conveniencia y presión política manejado por las centrales sindicales (CGT, CTA) en beneficio propio. La delegación de la propia voluntad y la posibilidad de construir con los demás puede empujar a creer que todo esta perdido. De que no hay formas de organización sin algún mandamás de turno.

Hoy, como todos los días, tenemos la posibilidad de retomar esas formas de organización horizontal, de buscar alternativas. El fracaso es siempre una posibilidad. Pero no habría que temerle, o a las ruinas siquiera. Incluso cuando fallamos acumulamos una experiencia, y es esta experiencia la que nos prepara para futuras luchas. El exitismo contemporáneo (impuesto por la lógica del poder) nos empuja a la apatía, a la desesperanza, publicitando la salida individual para evitar la peligrosidad que desencadena el esfuerzo colectivo.

Venimos de un profundo reseteo de las lógicas de control, de las relaciones sociales en su conjunto, cuyo impacto todavía está presente. La última pandemia generó una explosión de la conectividad. Las relaciones basadas en “me gusta”, en el mejor de los casos. El ataque, la persecución, la predominancia individualista se convirtieron en el lenguaje aceptado en las cloacas de la internet. La luz de las pantallas nos devuelve un reflejo de una realidad que no existe, una realidad que es exclusivamente la creación de un algoritmo manejado por la clase mas rica que alguna vez conoció el planeta. Los tiempos que requiere lo urgente como es asegurarse los medios de subsistencia, deja pocas horas para lo necesario. Organizarnos con otros, compartir las alegrías y las penas, salir, equivocarnos, ganar. El éxito real quizás solo pueda existir en la acción colectiva. No va a ser de la noche a la mañana.

Tal vez el primero de mayo nos pueda invitar a reflexionar sobre todo esto. Sobre cómo personas comunes, dando la cara y poniendo el cuerpo, arriesgaron y perdieron sus vidas por amor a la libertad. A la libertad de todos. No buscaban un éxito personal, sino la construcción de un mundo más justo.

Derechos como la jornada de ocho horas, la abolición del trabajo infantil o la igualdad de remuneración fueron conquistados por quienes se reunían en sus trabajos o en las plazas de sus pueblos, reconociéndose en una problemática común y asumiendo la responsabilidad de tomar las riendas de la propia vida. Entendiendo que ninguna de estas reivindicaciones es transitoria, sino más bien un legado para la humanidad.

Es por esos ejemplos, esos gestos, y asumiendo nuestra propia voluntad, hoy no nos rendimos ni claudicamos.

¡Que viva la Anarquia!