Quemar las máquinas, el Capital. Destruir todo lo que sea posible dentro de esas cárceles llamadas fábricas que solo prometían más explotación del Hombre por el Hombre y la pérdida del trabajo artesanal, de cierta autonomía. La solidaridad y la acción directa fueron una de las respuestas al avance de la revolución industrial. Perdieron, pero fueron los primeros pasos en el camino de organización de los explotados ante los cambios del Capital. Camino que se consolidó sobre demasiados laburantes muertos y fue desviándose hasta cambiar el rumbo.
Parece que en todo el mundo el llamado Estado de bienestar, logrado en parte con el disciplinamiento y la complicidad del sindicalismo, está flaqueando. La idea de esos trabajos donde uno pasa varios años, con vacaciones y la promesa de una jubilación, está desapareciendo (incluso está pasando en los empleados estatales). El mundo del trabajo está cambiando y cada vez se necesita menos “mano de obra calificada”, y no hay ningún interés en pagar sueldos altos a la “mano de obra no calificada”. De la mano, sobre todo, de las plataformas (una burbuja financiera cada vez más grande, de empresas que no producen nada), empiezan los eufemismos para no tener trabajadores “en blanco”. La figura del empleado es reemplazada por “colaborador”, “socio” o algo por el estilo adornado con “economía colaborativa”. El tema es que, más allá del nombre, esa supuesta independencia no es tal, ya que las plataformas condicionan, premian o castigan a los laburantes. La falta de trabajos mejor pagados, sumado a que muchos jóvenes (incluidos los de clase media de acá o de China) asumen que no tendrán casa propia ni una buena jubilación, y que no tiene demasiado sentido destinar tantas horas de su vida para nada, también está cambiando la manera de ver el mundo del trabajo desde el lado de los explotados. La propaganda capitalista, la idea de “pegarla” o ser “emprendedor” también ayuda.
A este tipo de empleo se lo suele llamar trabajo “precario” o “en negro” y abarca desde personas que son explotadas, pero sin los “derechos de estar en blanco”, algunos que son obligados a registrarse y facturar al empleador, y otros que son su propio patrón/empleado. Los últimos números del INDEC muestran que, sumando todo, estos empleos suman más que los asalariados en blanco. Algo que viene pasando desde hace años, con períodos donde el sueldo por ser trabajador “formal” tampoco cubría las necesidades básicas y además complica la situación de los jubilados.
Casi la totalidad de los análisis sobre el mundo del trabajo encaran el tema desde el punto de vista del Estado y el Capital. Por lo tanto, las ideas van desde que “el mercado lo regule” o para el lado del crecimiento económico, reformas laborales, la búsqueda de una burguesía nacional, distintos tipos de manejo en cuanto a impuestos, aportes patronales y jubilaciones. Pero la máxima aspiración parece ser lograr que los explotadores sigan ganando y, a cambio, garanticen a los explotados ciertos derechos básicos. El término “monotributriste”, que puede sonar gracioso, también implica la idea de que quien no tiene patrón no tiene estabilidad, por lo tanto, no es feliz. Como si un laburante especializado al cual el patrón despide después de varios años la tuviera fácil para conseguir otro laburo y sobrevivir en el transcurso. Resulta una provocación que se hable de felicidad dependiendo de la forma de explotación.
Nuevamente, el mundo del trabajo está cambiando. La llamada revolución 4.0 puede que esté dando sus primeras muestras y las discusiones que esto genera parecen asumir la explotación como norma. Cuando se habla de “derechos”, como las ocho horas de trabajo para los trabajadores “en blanco”, se deja de lado, queriéndolo o no, que esa lucha era parte de un proyecto que buscaba la emancipación y que su finalidad no era ni por asomo que los explotados pudieran tener 15 días de vacaciones o pagar la obra social. Que los primeros de mayo no son la “fiesta del trabajo”, o debería ser un día de lucha. Tenemos claro que cualquier mejora en el grado de explotación que se obtenga va a hacer menos insalubre el hecho de dejar la vida para la prosperidad del capitalismo. Pero el problema sigue siendo la explotación del hombre por el hombre.
Ahora, si cambiaron características en el mundo del trabajo, deberíamos intentar entenderlo para crear las herramientas adecuadas. Aunque, al menos para nosotros, el problema sigue siendo el mismo.
En Argentina, el modelo de sindicato único y por rama no solo no funcionó en términos de buscar la emancipación (si es que tuvo ese objetivo en algún momento), sino que resultó en garante de que estemos como estemos al convertirse en un aparato enorme, piramidal y funcional a la política partidaria y al control estatal, ocupando el lugar de las anteriores organizaciones de tinte revolucionario. Con elecciones amañadas y tipos que nunca laburaron (o hace muchos años no lo hacen) y deciden en una mesa chica las “acciones gremiales”. Hace décadas, las centrales sindicales son parte del aparato, un socio más en la explotación, incluso en algunos casos manejando el tema de contratos basura o trabajadores tercerizados.
Los llamados sindicatos de base o combativos, que son los que normalmente no tienen personería jurídica, no lograron multiplicarse como para poder decir si en este contexto serían útiles. Aunque, al igual que los sindicatos únicos, siguen aceptando (nobleza obliga, al menos desde una perspectiva de clase) al Estado como intermediario y garante de las relaciones entre explotados y explotadores. Por ahora, sacando los lugares donde tienen el manejo del sindicato, su característica es denunciar a la “burocracia sindical” y, al mismo tiempo, pedirle o exigirle paros. No está claro si es solo una estrategia política o si, junto al progresismo, creen que los sindicatos que firman paritarias irrisorias tienen algún interés en el conflicto.
Queda por verse también qué pasa dentro del “trabajo informal”, donde dependiendo del laburo, pueden verse comportamientos solidarios y acción directa, así como también pequeños explotadores “de base”. Los fleteros o motoqueros, elegidos de un lado y del otro como ejemplo del nuevo modelo de empleo, han sido noticia varias veces por autoorganizarse al momento de un robo o de enfrentarse con la policía. Una organización más cercana a la afinidad que se genera al compartir oficio.
Experiencias dentro de lo que denominan “economía popular” aportan algo de lo que poco se habla, que es la cuestión de laburar de forma cooperativa, sin patrones y ganando menos, pero en un ámbito que es mucho más solidario, o si se quiere “más feliz”. El acompañamiento dentro de cooperativas a personas que salieron de la cárcel demostró tener una reincidencia casi nula. No es poca cosa. Los explotados se organizan. Podemos discutir si son todos, el cómo, el para qué, o si encuadra dentro de nuestros parámetros ideológicos y sigue siendo el “sujeto revolucionario”.
Los paros anunciados (negociados) con antelación no sirven para nada, más que para medirse entre los tipos que van a sentarse a discutir negocios. Las movilizaciones tampoco suman, incluso son utilizadas por este gobierno para desprestigiar. La acción directa violenta no se propone o no se practica, quizás en parte porque los sectores combativos o revolucionarios perdimos en eso que algunos compas llamaron “disputar el imaginario”. Para jugársela, para poner en riesgo la salud o el trabajo, la finalidad tiene que ser más importante que el sueldo o los aportes jubilatorios (aunque no dejan de ser importantes). Cuando el movimiento obrero fue de temer por parte del Estado y el Capital fue precisamente porque la lucha era por todo.
Porque estaba la idea de que la vida no era trabajar, y que, si iba a ser eso, al menos tenía que ser para un “nosotros”, nuestras necesidades y de manera colectiva. Eso era lo más cercano a la felicidad.