Con motivo del llamado “aislamiento social preventivo y obligatorio” decretado por el gobierno argentino a raíz de la pandemia de Covid-19, se determinaron, al menos discursivamente, una batería de medidas socioeconómicas para apaciguar las consecuencias de la denominada “cuarentena”. En las diferentes conferencias (grabadas o no) Alberto Fernández hizo hincapié, aparte de las estadísticas de la pandemia, en una batería de medidas con el objetivo de apaciguar los números de la economía maltrecha, como consecuencia no sólo del aislamiento, sino de la contracción y recesión de los últimos años. Créditos a tasa cero, programas de pago de salarios, reducción de cargas sociales; todas medidas en pos de calmar el posible enojo patronal y sindical en la dicotomía planteada desde el mismo gobierno entre “salud o economía”. Por el momento, este pretendido “programa” no es más que discurso, ya que en la práctica es poco lo que se ha bajado al llano. En el “de mientras”, los índices altos de desempleo, suspensiones, rebajas salariales, son moneda corriente y no hacen más que engrosar y profundizar la crisis económica en una región donde el 45% de su población activa subsiste de la informalidad cotidiana.

La otra arista de las decisiones estatales, como paliativo al contexto general, gira en torno al subsidio de tarifas de los denominados “servicios públicos” (gas, electricidad, agua). El decreto establece, entre otras cuestiones, que los beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo (AUH), Asignación por Embarazo y pensiones que no superen los $33000 brutos podrán encuadrarse dentro de esta iniciativa. También podrán hacerlo los inscriptos en el monotributo social y jubilados ¿Qué establece el supuesto subsidio? Que las empresas no podrán suspender ni cortar el servicio por mora o falta de pago de hasta tres facturas consecutivas o alternativas, con vencimientos desde el 1° de marzo y por el plazo de 180 días. Igualmente resaltamos lo de “supuesto” porque en la práctica no se sabe “cómo” se va a implementar, ni “cuándo”.

Pues bien, esta es una cara de la moneda. Es la parte que suena bien ya que busca “humanizar” a la Política, pretendiendo ubicarla, al menos discursivamente, como un “bien social” que derrama sobre su ciudadanía maltrecha algo que per se le corresponde administrar (y tributar) al Estado. La otra cara, la más real y coherente con la razón de ser del Estado, es más despiadada, y tiene que ver con el juego político/económico de lo privado y lo público. Y la Argentina, a lo largo de su historia contemporánea, tiene una peculiar manera de interactuar entre esas dos esferas, sobre todo en lo referido a los “servicios públicos”.

Para entender a los denominados “servicios públicos” hay que partir de la base de que tanto su fisonomía, como su funcionamiento se rigen desde la lógica del negocio. Y algunos datos sirven para comprender la real dimensión de esa lógica comercial aplicada a supuestos intereses del “bien común” (la intención de estas líneas no es centrar una crítica ideológica, sino mostrar, con datos, la mezquindad de la política y lo superfluo y banal de su discurso): en la década de 1980 había 150 empresas baja la órbita del Estado argentino, y un número similar en las provincias; en los 90’ alrededor de 50 empresas estatales; en el 2000 no llegaban a 20, siendo en la actualidad 42 las empresas. Es evidente que dependiendo del contexto y del color político la centralidad y preponderancia del servicio público varia. Lo que no se modifica es la inyección de dinero líquido para su funcionamiento, bajo la figura del subsidio.

Un poco de historia

La ola privatizadora menemista de los años 90’ no surge de la nada, sino que es fruto de un contexto de abandono del gobierno alfonsinista. Contexto que fue allanando la idea de que para que funcionen con calidad, debían estar en manos privadas ya que de esa manera no estarían influenciados por la política partidaria. Y fue durante los gobiernos de Menem donde esta lógica privatista toma cuerpo, configurando un nuevo modelo de entender “lo público y lo privado”.

El momento de crisis económica posibilitó que la ciudadanía en su conjunto estuviera ausente del debate político respecto al proceso de privatizaciones. El peronismo en el gobierno planteó e hizo propia la idea de que era el “abismo o las privatizaciones” para dar inicio a la retirada estatal de las empresas públicas, permitiendo el arribo del capital privado. En un primer momento la jugada menemista tuvo consenso social, pero aun así el gobierno dejó sin efecto los mecanismos de consulta. Lo “público” se corría a un costado, dando preponderancia y poder a lo “privado” respecto al manejo de las empresas como Entel (Empresa Nacional de Telecomunicaciones), por ejemplo. Dicha empresa, y a raíz de las privatizaciones, se dividió en dos: Telecom (Región Norte) y Telefónica (Región Sur)

El proceso privatizador fue bastante particular. Un aspecto paradigmático de la estrategia menemista fue el incluir a los sindicatos en la discusión política. El objetivo era claro, y se cumplió a rajatabla, y no era más que convertirse en un dique que contenga cualquier atisbo de resistencia social. Y para evitar cualquier duda al respecto, desde las esferas del poder se fomentó la creación del “Programa de Propiedad Participada”, que no era más que una participación del 10% de la propiedad para el sindicalismo en las empresas privatizadas. Todos con las patas en el plato. Y todos sucios, como de costumbre. Sindicalismo, capital y política, una tríada de lazos fecundos.

¿Y durante el kirchnerismo?

En ese crisol variopinto que es el peronismo, el kirchnerismo vino, al menos desde su discurso, a romper con el legado contradictorio de los años 90. Desde su lógica “nacional y popular”, lo “público” en su construcción económica debía tomar impulso nuevamente, despojando al capital privado su protagonismo como consecuencia de las privatizaciones de antaño. Sin embargo, y pese a la diatriba kirchnerista tan de moda en esos años, durante la presidencia de Néstor Kirchner no se removieron a las empresas ni se pusieron en discusión los marcos regulatorios existentes. Es más, durante varios años sostener el esquema de los servicios públicos, generó un exorbitante aumento de los subsidios para maquillar los rojos anuales de las empresas. Se estima que en 10 años (2005-2015) se destinaron alrededor de 90 mil millones de dólares para subsidiar a la energía. Números similares se utilizaron con el transporte.

Las banderas defendidas perdían por nocaut con las políticas implementadas, y la tan mentada recuperación de lo público no fue más que una burda recomposición de lo privado ya que el sector de los servicios sólo movía la rueda a base de inyección subsidiaria. La estrategia estatal fue apuntalar la idea de “negocio”, administrando la capacidad estructural y humana de las empresas.

Los gobiernos cambian, los matices políticos también. Sin embargo, lo que no parece cambiar es la lógica a implementar en cuestiones básicas como la energía, el agua o el transporte. Disfrazadas o no, las ganancias siempre caen del mismo lado (las pérdidas también).

Presupuesto 2020

Quien llegó hasta acá con la lectura notará que no hicimos mención al gobierno de Mauricio Macri. No es algo adrede, sino que en varios números hemos hablado al respecto.

Para terminar, una breve y esquemática estadística de lo que se prevé para este año, más allá de la pandemia de Covid – 19 que indudablemente influirá notablemente en la asignación de partidas. Se estima que los subsidios estatales destinados al sector energético aumentarán un 40% respecto al año precedente, llegando a los 281.000 millones de pesos. Sumados todos los subsidios se cree que se llegará a un gasto total de 440.000 millones para salvaguardar el financiamiento de empresas públicas y del sector privado. Según un análisis de la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública (ASAP), estas asignaciones constituyen el 1,4% del Producto Interno Bruto (PIB) proyectado por el Gobierno para el 2020.